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Cuentos De Malvinas Y Otras Guerras. Gustavo Robert

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Cuentos de malvinas y otras guerras
Gustavo robert

Comentarios de algunos compradores:
* * * * * Excelente
Interesante idea la de plasmar historias en forma de relato/cuento, no solo sobre malvinas sino tambien historias del mundo en general. Por la forma de los relatos, el lector participa en forma viva de los mismos, sintiendose parte de las diferentes historias. Excelente libro. Excelente iniciativa. Hace 11 meses
* * * * * Excelente
Los cuentos sobre malvinas y otros conflictos es muy bueno, el autor hace gala de la prosa y las descripciones que realiza para cada caso son impecables. Es una obra que recomiendo leer a quien le interesa la historia militar. Hace 10 meses
* * * * * Excelente
Muy valioso el aporte. Conmovedor y necesario. Hace 11 meses
Comentario del libro:
Gustavo Robert, Veterano de la Guerra de Malvinas, fue condecorado con la medalla “La Nación Argentina al Herido en Combate”, participó del conflicto en el Atlántico Sur con el Batallón de Infantería de Marina Nº 5 (BIM5), Profesor de Historia y Licenciado en Educación.
Aborda en el terreno de los cuentos breves, hechos reales donde intenta rendir homenaje a todos quienes formaron parte de esa gesta, viviendo una dura experiencia, plena de entrega, heroísmo y valor.
Son 21 cuentos, 16 referidos a la guerra de Malvinas y 5 a otros enfrentamientos, los que constituyen un alegato contra la violencia y destacan las distintas circunstancias y el esfuerzo de cada uno de los personajes involucrados.
En el contenido podemos percibir el significado que tiene para cualquier nación un enfrentamiento bélico, donde se exalta el patriotismo y sacrificio de quienes participan de ella, en una actitud de intento de redimir a su patria ante una afrenta que constituye, en el caso de Malvinas, una deuda aún pendiente.
Nota del editor:
-Carlos, me dijo, tengo un material que me gustarías veas, tengo la ilusión de ”algún día” poderlo publicar, cómo tengo que hacer?
Fue la consulta de Gustavo. Mi primera respuesta fue, “mirá, yo edito libros, pero este rubro no está dentro de mi temática, pero envíame los borradores para verlos y asesorarte”.
El conflicto de Malvinas, si bien no fui convocado, fue siempre un tema muy intenso para mí; estaba en aquel entonces en la etapa de mi vida que bien podría haber estado en las Islas junto a todos mis compañeros, muchos de ellos con los que compartía estudios.
Con la lectura de la primera historia supe que de alguna manera debía apoyar a difundirlas; que esas vivencias debían conocerse.
Su relato, imbuido de gran energía y virtuosa pluma, es sumamente humano y nos cuenta las circunstancias en la que los protagonistas de cada uno de los cuentos se encontraban en el momento de ser convocados; Gustavo Robert nos adentra en sus páginas en el espíritu que cada uno de ellos llevó a nuestras tierras, deseosos de aportar el fervor, amor y su vida para nuestra patria.
Es un canto a la vida y a nuestro sentir nacional que como Argentinos debemos continuar apoyando sobre todo por el respeto que quienes quedaron allí se merecen.
Carlos Loforte
Editor
Introducción del autor.
Participar en la Guerra de Malvinas cambió mi vida para siempre. Todos los ideales que me inculcaron mis mayores a través de ejemplos, charlas familiares, clases y actos escolares, referidos a mi patria, se transformaron en hechos concretos. Porque no es lo mismo escuchar un discurso y ver la bandera elevarse con los sonidos de Aurora, o festejar un gol de la selección nacional, que oír las explosiones, y los gritos de los heridos en un campo de batalla. Las circunstancias son totalmente diferentes y allí a los ideales hay que defenderlos con el pecho.
Durante más de 30 años me pregunté cómo podía transmitir ese sentimiento, de patriotismo hecho carne, sin caer en lo meramente anecdótico o, a veces, sensacionalista. Porque acá no se trata de condenar a las autoridades políticas de una época, ni de victimizar a ningún combatiente, pues entiendo que sería bajar algo, mucho más elevado, al fango de los mezquinos enfrentamientos mundanos.
Los muchachos que cayeron en Malvinas merecen mucho más que eso. Ellos lucharon por una causa justa y por hacer honor a la PATRIA (con mayúsculas). Y, si hoy tuvieran la posibilidad de hablarnos, estoy seguro que nos exigirían algo mucho más grande, a cambio de su sacrificio, que una lucha por simples objetivos económicos, políticos o de otra índole.
Ellos nos exigirían construir una sociedad mejor, más unida y con un solo objetivo: el bien común.
Como hermanos que somos, debemos blandir las armas, no para combatir contra nadie, sino contra los verdaderos enemigos que tiene nuestra sociedad: la ignorancia, la desunión, la desesperanza, la desigualdad, la injusticia.
Si no lo hacemos, si no comprendemos que al futuro lo construimos hoy y que es nuestra responsabilidad, la entrega de esos jóvenes habrá sido en vano y, lo que es peor, seguiremos en deuda con las futuras generaciones.
A José de San Martín, a Manuel Belgrano, a Domingo Faustino Sarmiento y a muchos otros hermanos argentinos que se sacrificaron por nosotros, debemos imitarlos en los hechos, no en las simples palabras. “Res, non verba” decían los romanos, por eso forjaron una civilización que aún perdura en nuestra cultura. Estos humildes cuentos guardan simples reflexiones que, espero, nos lleven a construir un mundo mejor.
Gustavo Robert
Cuento 1:
La balsa de radakoff
-¡Sáquese los zapatos, Britos- Se escuchó una voz potente que ordenó dentro de la balsa. Los diecisiete hombres de la tripulación ya estaban a bordo. A pesar de su juventud y poca experiencia como oficial, el Guardiamarina Alejandro Radakoff logró reunir la totalidad de los miembros de su balsa y dirigir la maniobra de embarco en orden y sin nervios. Tarea nada fácil en un buque que se está hundiendo.
Decenas de balsas negras con techo color naranja flotaban en el gélido Atlántico Sur a babor del Crucero “General Belgrano”, como velando a una bestia que se está muriendo. Cada bote era escenario de una obra distinta donde los protagonistas actuaban acorde a las circunstancias que imperaban. En algunas había hombres con quemaduras, sucios hasta el extremo con el petróleo que se derramó al estallar los torpedos lanzados por el Submarino “Conqueror”. Otros, ensimismados y víctimas del shock, estaban en un mutismo del cual algunos nunca salieron. Los más eufóricos, dando gritos y órdenes a diestra y siniestra. Otros, serenos, tratando de mantener la calma y transmitírsela a los demás. De este último grupo era el joven oficial Alexander Valentinovich Radakoff, como sus padres inmigrantes rusos lo habían bautizado en la Iglesia Católica Ortodoxa de Buenos Aires. Su papá Valentín, de allí que él se llamara Valentinovich, es decir hijo de Valentín, era técnico nuclear escapado del régimen comunista, que llegó a Argentina por los años cincuenta, trabajaba en la usina atómica de Embalse de Río III, en Córdoba. Por ello, “Sacha”, como suelen apodar a los Alejandros en Rusia, se había criado en la calma del bellísimo Valle de Calamuchita.
Desde el comienzo del siniestro, el joven presenció cómo algunas balsas se hundieron al rasgarse la lona con los gigantescos dientes de acero que asomaban del casco, consecuencia de las explosiones.
A pesar de haber visto tanto horror, él mantuvo la calma. Se abrigó adecuadamente, se anudó su pañuelo de seda blanca al cuello y luego de haber contado a sus hombres, los hizo embarcar uno a uno. El crucero tenía varios grados de escora y la del joven fue una de las últimas balsas; hasta que su tripulación no estuvo completa y formada, no ordenó botarla al agua.
Como una rueda alrededor de un fogón los hombres de Radakoff se ubicaron en el perímetro de la misma, mirando todos hacia el centro y descalzos para no dañar la tela sobre la que estaban sentados. Una delgada lona engomada era lo único que los separaba de una muerte por hipotermia.
El grueso de las embarcaciones adoptó la medida de atarse unas con otras para no ser dispersadas por el viento y las olas, elemental acción en esos casos pues siempre hay que permanecer con el grupo ya que las posibilidades de ser hallado aumentan.
Este bote en particular fue una de las excepciones. No por impericia de su gente sino porque al notar que se acercaban a la proa con el riesgo de ser mordidas por los dientes de acero, remaron esforzadamente alejándose del buque y exponiéndose más que las otras al abatimiento del viento. Concretamente, sus diecisiete tripulantes se fueron alejando paulatinamente del resto de las balsas, hasta que quedaron solos en medio del mar. Desde casi una milla de distancia, pudieron ver como con sus 182 metros de acero el buque asomaba su popa del agua mostrando los colores rojo y gris. Rojo el casco, la “obra viva”, gris todo lo que estaba sobre de la línea de flotación, la “obra muerta”. El “Belgrano” se zambullía de cabeza para jamás retornar a puerto.
Ante el “mayday” emitido por la estación de comunicaciones del crucero, buques y aviones de la Armada se dirigieron al rescate de los sobrevivientes. El Comandante del Aviso ARA “Gurruchaga” que navegaba por la zona, ordenó “adelante toda” y puso rumbo al lugar del naufragio. Éste, como los demás buques de la flota, tenía tripulantes que en las maniobras con riesgo de hombre al agua, se arrojarían al mar para salvar de una muerte segura a quienes cayesen, el Cabo Primero Juan Carlos Bonilla era uno de ellos.
Mientras navegaban hacia el naufragio, el joven marplatense se puso el traje de neoprene, aletas, cinto de lastres, luneta y snorkel. Llevaba dos años como nadador de rescate y era la primera vez que tendría una situación real. El corazón le latía muy fuertemente y, aunque hacía frío, él sentía calor.
Se vio desde mucha distancia el manchón naranja en el horizonte gris del Atlántico sur, que ondulaba como si fuera parte de la marea. A medida que se iban acercando se empezaron a distinguir las balsas. Una vez en el área, Bonilla y sus dos compañeros saltaron al agua y se abocaron a colaborar en el rescate de los náufragos. Acercaban una balsa a otra, las desataban a medida que se iban vaciando para que no interfieran con las que aún albergaban gente, además de otras tareas.
Los tres nadadores eran hombres muy bien entrenados y con muchas horas de natación en aguas abiertas. En época de su curso de formación, diariamente recorrían la distancia que hay desde el faro de Punta Mogotes hasta el puerto de Mar del Plata ida y vuelta. Algunos días incluso, se largaban a nadar hasta Chapadmalal.
El Capitán de Corbeta Manuel de la Quintana, Comandante del “Gurruchaga” verificaba la compleja maniobra. Jamás en su vida naval había tenido que rescatar tantos náufragos. Docenas de hombres iban embarcando a medida que cada balsa se amarraba a su buque.
Cuanto más al sur se está, por una cuestión de movimiento orbital terrestre y de inclinación del eje de la Tierra, el sol cae muy temprano en invierno y casi no hay noche en el verano. De hecho, en Ushuaia se recibe el año nuevo con luz diurna, es el famoso “sol de medianoche”.
El 2 de mayo de 1982 anocheció bastante temprano, dificultando la visión de las balsas perdidas. Ya caía el sol y aún no se habían amadrinado al “Gurruchaga” la totalidad de las embarcaciones. El Capitán de la Quintana comenzó a preocuparse pues su buque parecía un racimo de uvas flotante con todos los hombres que se apiñaban en cubierta y en los espacios interiores, y aún faltaban muchos por recoger. Más nervioso todavía se puso cuando se percató que faltaba un nadador de rescate. Escudriñó con los prismáticos toda el área pero no logró ver al hombre ausente.
La noche avanzaba a paso rápido, hombres heridos, mojados, aterrorizados y todo lo que se pudiera imaginar en un siniestro así, embarcaban el aviso. El Capitán pensó - “Bonilla, pobre muchacho…” Debía elegir entre buscar a su nadador o terminar de rescatar a las docenas de náufragos que aún flotaban en la noche austral. En contra de su voluntad, eligió la opción más lógica. Era preferible la muerte de uno que la de muchos.
El nadador marplatense había sufrido un serio calambre en su estómago producido por el frío y el extenuante esfuerzo físico, y se había hecho un ovillo. Permaneció flotando e inmóvil, esperando que su dolor disminuyera. Su presión sanguínea había bajado y, casi en el desmayo, se fue alejando del grupo de balsas en la oscuridad. Al rato se repuso. Entre las olas que poco le permitían ver comprobó con terror que el “Gurruchaga” se alejaba de él. Gritó con desesperación, agitó sus brazos. Sólo las luces de popa podían verse y cada vez más pequeñas. La oscuridad se hizo total al cabo de un rato. El llanto se apoderó de él. Ni siquiera una balsa podía ver.
A pesar de su angustia, recordó los procedimientos aprendidos. Se quitó el cinto de lastres que rápidamente buscó el negro fondo del mar y de esa manera el traje de neoprene se transformó en salvavidas.
Alejandro Radakoff, consciente del riesgo que corrían al estar extraviados en el Atlántico Sur, trataba de distraer a su gente y levantarles el ánimo. Sabía que el pánico es contagioso y, estando en un bote en altamar, no podía darse el lujo de perder el control de su tripulación. Esa balsa era el primer barco del que era capitán y como conocedor de los deberes y derechos que le eran inherentes, antes de embarcar, corrió a la camareta de guardiamarinas y sacó la pistola de su taquilla, la cargó y la escondió cuidadosamente bajo su capote. Se vería obligado a ejecutar a cualquiera que se le amotinara o causara una situación de pánico incontrolable.
La noche y el frío avanzaron sobre los náufragos. No se veía absolutamente nada. Sólo se oían las voces de algunos que conversaban nerviosamente, además del claro registro de barítono de la voz del guardiamarina. No en vano, en sus cuatro años de cadete había sido miembro del coro de la Escuela Naval. Solamente una insignificante luz emitida por una pequeña baliza a batería, que se activaba con la sal del agua de mar, era lo que se veía en la inmensidad.
El viento empezó a aumentar y la embarcación a moverse cada vez con más violencia. Las caras de los hombres, aunque invisibles por la oscuridad, exteriorizaban su nerviosismo y preocupación.
Alguien dijo: -…mierda, esto se mueve feo,…me estoy cagando de frío.-
Radakoff, cada tanto, asomaba su cabeza al exterior para ver si se veía algo en el horizonte. Sólo la negrura de la noche aumentada por un cielo sin estrellas. Él también estaba congelado pero no podía decirlo.
Algo muy voluminoso golpeó el fondo de la balsa. Todos se sobresaltaron, fundamentalmente los que sintieron en sus traseros el impacto. Algo muy grande, tal vez una ballena jugando. Los nervios estaban cada vez más alterados.
El Cabo Primero Bonilla se quedó flotando inmóvil. Hacía movimientos con sus brazos y piernas periódicamente para lograr que circulara bien su sangre. Tenía que facilitarle el trabajo a su corazón, que latía con fuerza, para irrigar un cuerpo cuyo sistema circulatorio estaba contraído por el terrible frío. Su traje de neoprene, al cabo de unas horas comenzó a intercambiar temperatura con el agua exterior y se fue enfriando paulatinamente. No podía dejarse ganar por la desesperación.
Para ocupar su mente, comenzó a recordar sus años de infancia en la “Ciudad Feliz”. Vivía en un pequeño departamento interno de calle Güemes esquina Avenida Colón. Su primera tabla de barrenar hecha de telgopor con una figura de Batman vino claramente a su memoria. Las horas de alegría en Playa Las Toscas, al lado del Torreón del Monje, colmaron sus veranos infantiles. A los diez años de edad, la primera tabla redonda de madera terciada con que patinaba sobre las lenguas de agua que quedaban en la arena al retirarse las olas, fue el prolegómeno a su tabla de surf. En el verano del ’77 el Intendente de Mar del Plata, a instancias de los militares, prohibió el uso de las tablas redondas porque “atentaba contra la seguridad de los bañistas.” Bueno, …a veces golpeaban los tobillos de algún incauto que se les cruzaba pero no era para prohibirlas. “Los milicos tenemos cada boludez…” pensó.
Tenía trece años cuando compró su primera tabla de surf a un compañero de colegio de su hermano mayor. Ella lo acompañó en todas sus conquistas adolescentes. Su piel bronceada, su cuerpo fibroso y sus ojos verdes era la obsesión de las “chetitas” de barrio Los Troncos, a pesar de ser hijo de una maestra de grado y un cartero, gente luchadora que le había inculcado la cultura del esfuerzo. Juan Carlos trabajó desde niño, siempre tuvo su “platita” y además era el chico lindo del balneario, el típico “beach boy”.
La imagen de su novia se le cruzó por la mente, tenía 20 años y estudiaba enfermería. Rezó por ella y por él. Pidió a Dios volver a encontrarla en el cielo.
Ya estaba entregado, la angustia dio paso a la resignación y la calma. De pronto, un fuerte sacudón lo sacó de su divague, un escalofrío muy intenso. “Mala señal, se viene el infarto…” se dijo. La hipotermia empezaba a hacerse sentir. Quince minutos más tarde, otro escalofrío. Se preocupó en serio. Por suerte, esa tarde había tomado más de medio litro de mate cocido antes de tirarse al agua. Recurrió entonces al método de calefacción empleado por todos los buzos, orinarse encima. Una sensación placentera de calor nació en su bajo vientre y fue propagándose por todo el cuerpo debajo de su traje.
Ya habían transcurrido más de nueve horas desde que el “Gurruchaga” lo había abandonado. La oscuridad lo engullía en cada ola que aparecía de golpe con sólo un tenue resplandor de espuma y cacheteaba su rostro. Se mantenía haciendo la plancha flotando con suaves movimientos de brazos y piernas. Arriba, únicamente el cielo nublado.
Al encontrarse de repente por unos segundos en una cresta, creyó ver una débil luz a lo lejos: Puso su cuerpo en vertical y trató de elevarlo mediante brazadas y patadas para escudriñar el horizonte. Una segunda ola lo elevó, otra vez la luz. Del mismo modo que esa pequeña baliza, un destello de esperanza se le encendió en su mente. Comenzó a nadar hacia ella sin agitarse pero sin detenerse. Con brazadas lentas pero amplias y patadas seguras, fue avanzando hacia la única posibilidad que tenía de sobrevivir en ese momento. Luego de más de una hora nadando contra el viento y el oleaje, siempre controlando que la luz estuviera allí, Juan Carlos Bonilla comenzó a distinguir a lo lejos el techo naranja. La ansiedad le había hecho olvidar el frío.
A bordo, los nervios empezaron a crisparse. El Suboficial Segundo Ricardo Ramírez, oriundo de Berazategui, comenzó a insultar al comandante del crucero. Lo hacía en voz baja con ese tono típico del conurbano bonaerense, que marca bien las eses. Las protestas comenzaron a ser más audibles e inaceptables para la disciplina naval. Radakoff intervino con aplomo para no dejar al suboficial en ridículo frente a los marineros, cabos y conscriptos que se hallaban en la balsa. Trató de calmarlo pero el veterano suboficial aumentó el volumen de su voz y se desató la discusión hasta llegar a la violencia verbal y gestual. El joven guardiamarina, viendo que la situación ya se tornaba grave, metió su mano disimuladamente debajo del capote para recurrir al auxilio de su arma. Cuando las palabras y las voces del oficial y el suboficial, los dos militares de mayor rango a bordo, ya no respetaban jerarquía alguna, un conscripto dio un grito de horror. Ambos hicieron silencio al instante y todos miraron al muchacho que con ojos desorbitados fijaba su vista en la abertura de entrada de la balsa. Una voz temblorosa cortó la tensión diciendo,
-Permisooo- y una mano negra asomó por la borda y se aferró al bote.
Apareció recortada sobre el fondo oscuro, la cabeza de Bonilla, que se arrojó sobre la lona, agotado. Todos quedaron mudos y ambos contendientes de la interrumpida discusión se acercaron al nadador preguntándole quién era.
Los hombres a bordo se solidarizaron con el infortunado, aunque él no era más infortunado que ellos. Pero, como suele suceder, el sentimiento de solidaridad aflora con mayor autenticidad cuando quien prodiga la ayuda también la ha necesitado alguna vez. Tenían con Bonilla muchas cosas en común. Le prestaron algún abrigo y, una vez recuperado el aliento, el Cabo Primero relató lo sucedido. Lentamente la claridad permitió distinguir sus rasgos y los miembros de la tripulación pudieron conocer el rostro de su visitante. Llamaban la atención sus ojos verdes.
En el horizonte se distinguió la silueta del “Gurruchaga” navegando hacia ellos. El Comandante de la Quintana había continuado toda la noche la búsqueda de náufragos.
Con las primeras luces del amanecer habían divisado el bote y el buque avanzaba a toda velocidad para rescatar a sus ocupantes. Lograron acercarse, lo amarraron a la escala y empezaron a desembarcar hombres sorprendentemente bien trazados y tranquilos. Y ante la feliz sorpresa del capitán de la Quintana, en vez de 17 tripulantes la balsa de Radakoff traía 18.

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